
Por: Iván Crespi B
En la apacible Copacabana, damos vueltas a la plaza y vemos como frente a la iglesia se bautizan autos bajo la bendición de la Patrona de Bolivia con flores y guirnaldas, entre tragos y rezos.
De allí, un barco cruza el lago navegable más alto del mundo durante un par de horas y nos deposita en el pueblo de Yumani, en la misma Isla del Sol...
Aca, los niños más chiquitos saben un puñado de palabras en castellano que les sobran para comunicarse con los turistas: "fotografía", "monedas", "caramelos".
A la mañana bien temprano, luego del amanecer entre la cordillera, nos encaminamos hacia la parte norte de la isla, cruzando casas aparentemente deshabitadas, ruinas preincaicas y rebaños de ovejas. Permanentemente caminamos entre terrazas de cultivo, que hace siglos permiten que esta tierra montañosa pueda producir y que el riego natural llegue a todos sus rincones.
En las partes más altas se puede divisar el lago en toda su inmensidad, y ya no alcanzan los ojos ni los rollos para captar tanta belleza... Más allá, en el mismo lago y en el mismo cordón montañoso, se ve lo que hace tiempos se denomina Perú... Aqui es mucho más evidente lo arbitrario e inutil de los límites fronterizos impuestos.
Enfrente, la Isla de la Luna, donde en tiempos del Imperio Inca, llevaban a las niñas elegidas para prepararlas, y asi podrían agasajar a los Dioses y a los gobernantes cuando llegaban a la Isla del Sol.
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