COCHABAMBA (zona rural) BOLIVIA
Por: Marcela Isaza G.
Por: Marcela Isaza G.
La llegada a Chimboata es silenciosa y solitaria. Entrando al pueblo, una mujer de trenzas largas y grises espera que el sol seque su ropa extendida sobre el suelo y los arbustos. Una nube de polvo abre lentamente las puertas imaginarias de la plaza principal, aquella que sirvió de mantel para trueque, compra y venta de gallinas, cerdos, ovejas, trigo, habas, maíz, tejidos; esa plaza que se convertía cada septiembre en anfitrión de fiestas, comida y alcohol; la misma que sintió por última vez los pies de algunos hombres y mujeres partir con bultos cargados de tristezas e ilusiones hacia el país vecino del sur o hacia el otro lado del océano, siempre con la misma intención: trabajar de sol a sol a cambio de un poco de dinero para enviar a sus familias.
Las hojas secas que los árboles sueltan débilmente de sus ramas, van y vienen en remolinos por casas y callejones carcomidos por el tiempo. Un silbido de viento silencioso camina, a veces rápido, a veces lento, entre las calles empedradas, hoy empolvadas de Chimboata.
Años atrás, las lluvias regulares refrescaban la tierra. Las cosechas eran constantes, marcando un movimiento de vida tranquilo y seguro en el pueblo. Pero las lluvias fueron mermando y la tierra y sus cosechas también. La escuela, con más de 140 pupitres que recibían sobre sí colores y cuadernos de toda la región, hoy no son más de 40.
La Iglesia, sin virgen ni padre desde hace años, mantiene sus puertas cerradas. Adentro, palomas y arañas instalaron nidos y telarañas, irrumpiendo un poco el eco de la soledad.
Resignados por el tiempo, de vez en cuando se ven caminando débilmente algunos ancianos que se sientan en una sombra de la plaza a dormitar. No más de 5 chicos a veces salen de una puerta con timidez para entrar a otra y perderse allí por horas. No hay música ni voces, ni pasos que vienen y van. Sólo el viento empuja sonidos desgastados por las distancias que separan a Chimboata de cualquier lugar.
Muchas trenzas y sombreros de diferentes edades buscaron otros rumbos. Dejaron sus familias, su tierra y sus animales. En países lejanos reemplazaron la tierra y el azadón por el cemento y el andamio, en turnos nocturnos para evitar la cárcel, consecuencia de la ilegalidad. Reemplazaron la desgranada de maíz con sus hijas, la hilada entre palabras compartidas de jovencitas y ancianas; reemplazaron la cocina de humo, confidente de tantos secretos y sabores, por el cuidado de ancianos en un hogar geriátrico o por una casa para limpiar hasta su más escondido rincón. En el pueblo quedaron sus hijos a cargo de los más pequeños. Quedaron también los padres y abuelos, implorando por la suerte de los suyos en quién sabe qué lugar.
Una extraña pesadez envuelve la suerte del pueblo ¿A quién le interesa su destino, su muerte lenta y dolorosa, sus cosechas resecas y sus casas de adobe derruidas? ¿A quién le interesa el próximo muerto, encorvado y de pasos tranquilos? Pero en Chimboata aún hay niños, madres desgranando maíz en cocinas de humo, hombres luchando con la aridez de la tierra, ancianos que guardan en cada arruga una historia y mil palabras, espacios que llenar y algunos pies caminando desde lejos a su reencuentro para continuar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario